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I
Esferas
UNO
Luz.
Luz dolorosa. Aguda, penetrante y salvaje. Abriéndose camino a través de las cuencas repletas de sus ojos.
La figura temblorosa y perdida trató de abrirlos y se arrepintió de inmediato. Los notaba tensarse y soltarse a un ritmo frenético, como si un vendedor de globos los tuviera sujetos por un hilo grueso y jugara con ellos.
No comprendía nada. Nada en absoluto.
No recordaba nada. No sabía que hacer ni que decir. No entendía el dolor ni comprendía cómo podía estar pasándole aquello.
Estaba naciendo de un modo distinto a la primera vez. Pero sin duda se trataba de eso. Volvía a un mundo que le parecía nuevo, que no comprendía, que no quería comprender, y lo peor de todo era que allí no había ningún medico que le diera una palmadita en el culo ni una enfermera que lo arropara ni una madre esperándole con los brazos abiertos. De todos modos tenía el cerebro en blanco. No esperaba nada de aquello. No sabía qué debía esperar.
Su instinto pensó por el durante gran parte del tiempo.
Avanzó a tientas tropezando y derribando objetos, los oía caer muy lejos, pero de pronto el sonido del golpe le llegaba aumentado un millón de veces. Le dolía todo el cuerpo. Quizá se había echo daño con algo al moverse.
Se detuvo y se dejó caer al suelo. No le importó la violencia del impacto ni lo que sintió después. Sólo quería descansar. Dormir. Despertar una y otra vez hasta salir de aquella pesadilla.
Su cuerpo estaba retorcido y golpeado, pero su mente, que estaba aún peor, se deshizo en silencio y oscuridad.
DOS
Lo intentó de nuevo.
Se despertó cansado y febril, notaba los parpados cerrados y aún así la luz le atravesaba, como si no hubiera visto jamás el sol, como si hubiera vivido siempre bajo tierra.
Consiguió llevar las manos a la cara y taparse los ojos, cuando volvió a sentir la oscuridad resbalando entre sus dedos se calmó un poco, pero sabía que no podía quedarse siempre así, asustado y con las manos en la cara. Abrió los ojos detrás de ellas. Notaba que la claridad atacaba atravesando la piel, la carne, los huesos.
Apartó un poco la mano derecha y soportó el dolor todo cuanto pudo, después volvió a taparse. Hizo lo mismo con la izquierda. Esperó unos segundos hasta que sus ojos se hubieron calmado y los abrió de golpe, sin taparlos.
Sintió lo que sabía que sentiría y creyó gritar y llorar y gemir, y lo que pareció horas se fue convirtiendo en pequeños segundos, a medida que se iba acostumbrando a la luz. Una luz que variaba del rojo al blanco y de nuevo al rojo y luego azul, verde, amarillo, y todo ello salpicado de puntitos de colores brillantes y dolorosos que corrían de un lado a otro de su campo de visión, excesivamente iluminado y borroso.
Notó un sabor salado en la boca, no supo que eran lágrimas, no entendía como funcionaba el mecanismo de su propio cuerpo, su estado mental era el de un mono recién nacido, sin conciencia de si mismo ni voluntad de ningún tipo. Saboreó las lágrimas y las tocó con la punta de los dedos, las recorrió de abajo arriba, hasta su nacimiento y descubrió que provenían de aquello que tanto le dolía. Emitió algún sonido, mezcla de sorpresa y extrañeza, y se las limpió de la cara como pudo, dando manotazos sin ningún control.
Poco a poco el mundo dejó de ser borroso y cada vez dolía menos. Sus oídos también se estaban acostumbrando a los pequeños sonidos que él mismo provocaba, con su respiración agitada y los gemidos entrecortados.
Miró sus manos, cada vez más parecidas a manos, y vio que de ellas salían unos pequeños cables blancos que no acababan en ninguna parte, eran de unos treinta centímetros de largo, parecían rotos en el extremo, como arrancados. Después entendería por qué. Después entendería el porqué de muchas cosas.
Llevaba ropa amplia, como un camisón, también blanco. Exactamente igual que el suelo por el que se había arrastrado como un gusano un rato antes. O un día antes, o un año antes. Tenía tan poco control del tiempo como de cualquier otra cosa. Había conseguido atravesar el muro de la luz y se había movido un poco. Ya estaba bien de momento. Descansaría un rato. Además, tampoco sabía que debía hacer. Era como dejar un bebé recién nacido y vestido de blanco en una enorme sala blanca, sin siquiera poder gatear. Perdido y desorientado. Lloró un rato más y lanzó un par de gemidos y un gritito. De algún modo debió aburrirse, ya había descubierto bastante. Decidió dormir un poco.
El parto había acabado bien. Era un niño.
Un niño bastante crecidito.
TRES
Soñó mil cosas en un momento. Volvió a su infancia, recorrió toda su vida, revivió años en cuestión de segundos. Y no entendió nada.
No consiguió saber qué estaba sucediendo.
Del sueño pasó a la pesadilla. Todo lo que debió serle familiar se volvía extraño, amenazador. Los cielos azules dejaron paso a densos nubarrones. Las caras sonrientes torcían el gesto y lanzaban miradas de odio y rabia.
Vio gente corriendo, aunque ni siquiera sabía el significado de esa palabra. Escuchó gritos, alaridos de dolor. Llamas. Luces blancas como la que le había echo daño. Más gritos y luego silencio.
Rumor de voces, risas nerviosas, canciones improvisadas…, cualquier cosa para olvidar. Cualquier cosa para pasar el rato, para hacer tiempo hasta…
(¿hasta qué?)
No lo sabía, no conseguía recordar nada de aquel momento de espera, un periodo de tranquilidad que se rompió de pronto. Huída de nuevo, nervios, llanto, dolor y sueño profundo…
No comprendía nada.
Quería salir de allí. De esos recuerdos.
Y lo logró.
Abrió los ojos y volvió de nuevo a la sala blanca. Volvió a su casa.
CUATRO
Trató de entender lo que había soñado. Para él todo era lo mismo, el sueño y la realidad blanca que le rodeaba. No llegaba al extremo de babear, pero prácticamente.
De todos modos, pequeños interruptores comenzaban a ajustarse en su cerebro, a colocarse en el lugar adecuado, a cumplir su función. De un modo lento pero preciso.
Aún seguía en el suelo. No parecía un mal lugar. La luz ya no le hacía daño y lo que antes era borroso ya había dejado de serlo. Trató de levantarse y cayó de nuevo al suelo. Resbaló en un líquido transparente que parecía cubrirlo todo. Lo tocó con sus manos llenas de cables y se lo llevó a la boca. Estaba muy salado y lo escupió violentamente. Se limpió tanto como pudo y le echó un vistazo a la habitación. Era enorme. No entendía de tamaños ni de unidades de medida, pero la altura del techo y la distancia a la que estaban las paredes le sobrecogió. Además, la estancia no era cuadrada, el techo era abovedado y las esquinas terriblemente redondeadas, dando la sensación de estar dentro de una gran esfera.
En un extremo estaba la puerta, perfectamente clara y distinguible. Y, frente a ella, una innumerable cantidad de pequeñas esferas conectadas a las paredes.
El charquito que rodeaba al hombre no cubría toda la estancia, sólo estaba debajo suyo y también detrás, de aquel lugar del que debía proceder, de donde había salido. De una de aquellas esferas blancas.
Podría haber cientos, quizá miles, colgando de todas partes, parpadeando unas, apagadas otras, como un enjambre de arañas a punto de nacer.
Trató de levantarse de nuevo. Miró la cabina blanca de la que había salido y lo supo. Supo que venía de allí. Hizo un esfuerzo sobrehumano y consiguió ponerse en pie. Caminar debía ser lo más difícil. Para alguien que prácticamente acaba de empezar a vivir pensar en algo más que gatear ya tenía su merito. Se cayó al suelo seis o siete veces antes de llegar a su destino, pero lo consiguió. Se apoyó en la pequeña puerta abierta y miró en su interior. No recordaba haber salido de allí ni haberse arrastrado varios metros hasta el centro de la sala. Pero sabía que aquel había sido su origen. Dentro no había nada. Sólo un asiento con una forma marcada en él, un recuerdo de su ocupante. Vio cables blancos saliendo de todas partes y muchos de ellos arrancados, como los que él llevaba en sus manos. Se miró y vio la similitud.
Empezaba a comprender algunas cosas. Por algún motivo supo que aquellos cables habían sido importantes. Que el líquido salado también lo había sido, igual que aquella cabina esférica. También entendió otra cosa, que nada de aquello le servía ya. Miró a su lado y vio otra cabina, idéntica a la suya y a todas las demás.
Comenzó a moverse hacia ella y reparó en algo que había en el suelo. Era una especie de pulsera de goma que, sin saber cómo, supo colocarse en la muñeca. La miró y de su garganta brotó un sonido gutural. Sonrió y caminó el metro que le separaba de la otra esfera. Era blanca, pero no transparente. Trató de abrirla, pero no lo consiguió. Estaba llena de luces que parpadeaban sin cesar, a un ritmo vertiginoso.
Decidió marcharse. O, al menos, irse de aquella sala. Vio la puerta y supo para qué era. Localizó el objetivo y avanzó hacia ella, con el paso bastante más firme que antes y algo más veloz. Se cayó en un par de ocasiones, pero mejoraba considerablemente.
Cuando llegó sintió algo de temor. No había ningún pomo visible ni nada que lo hiciera distinto al resto de la sala, salvo la forma rectangular y una pequeña ventana en su parte superior.
Empujó y no logró nada. Gritó para probar y tampoco.
Golpeó la puerta. Utilizó toda la fuerza posible pero no se movió ni un centímetro.
El hombre cayó al suelo desolado y volvió a gemir, en intervalos cortos, sollozando. Levantó la vista un momento, como buscando alguna respuesta y, cuando la bajaba de nuevo para seguir llorando, vio la respuesta. Aunque él no sabía que lo era.
Había una rendija en un lateral de la puerta. Un hueco en la pared. Lo único que podía entrar ahí era su mano. Llegó a esa conclusión rápida y sorprendentemente. Si él llevaba horas despierto, su cabeza trataba de desperezarse.
Una vez hubo metido la mano, de la hendidura salió una luz rojiza primero y otra verde después. Se oyeron sonidos mecánicos, como palabras ininteligibles y luego algo metálico moverse. Un clic y la puerta se abrió hacia fuera.
Algo se estremeció en su interior. Vibró y se contrajo, y luego se calmó.
Estaba en el umbral, casi lo había conseguido.
Echó una ojeada fuera y vio un pasillo blanco, sin final aparente, flanqueado por cientos de puertas que debían conducir a estancias como la suya, todo envuelto en aquella luz blanca, lechosa, alucinógena. Dio un paso fuera y miró hacia atrás. Observó lo que había sido su hogar durante un tiempo. Vio el líquido en el suelo y siguió su rastro hasta la cabina. La notó fría y distante, como irreal y desconocida a un tiempo y eso le recordó la pulsera que llevaba en su muñeca. Apartó un par de cables para ver mejor la inscripción que llevaba y la leyó como pudo, como había echo antes, con un gemido que cada vez resultaba más comprensible.
eeeennnnccceeeee
Eran dos iniciales. N. C.
(Enecé)
Era su nombre. Él lo sabía, pero su mente no iba más allá de las dos letras. Ya tenía bastante con saber quién era, o quién fue. Más tarde pensaría en su nombre completo.
Enecé se giró hacia el pasillo y, lo que pareció la caricatura de una sonrisa, le acompañó durante unos segundos.
Se fue de aquella sala sin mirar atrás. Sin ver cómo la puerta se cerraba de nuevo con un leve siseo. Sin haber advertido que en las paredes de la estancia, además de su esfera abierta, había otras, también abiertas y apagadas. Con rastros ya resecos de líquido salino que llegaba hasta la puerta y se perdía tras ella.
En aquel lugar había alguien más.
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