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Primera Parte

(En el calor)

 

 

UNO

 

1

Surgió de la nada, a poca distancia de la Interestatal 15, a medio camino entre Daulon y Carseny. Se sacudió el polvo rojo adherido a los zapatos y miró a derecha e izquierda.
El sol se ocultaba como suele hacerlo cuando los veranos tienden a su fin. De una manera rápida y sin dejar huellas. Eran las 9:45 de la tarde y el día parecía próximo a desaparecer. Pero aún hacía calor. Mucho calor. La jornada había sido particularmente sofocante. Desde primeras horas de la mañana la temperatura se había disparado, rebasando en todo momento los 35 grados centígrados. A medio día las carreteras despedían una débil neblina, como un espejismo, que las hacía parecer mojadas. El asfalto se derretía bajo la presión de las ruedas de los escasos coches que pasaban por allí. No era un lugar muy frecuentado.
A ambos lados de la Interestatal se extendía un infinito manto rojizo. Era un desierto sin límite aparente. El horizonte mezclaba el azul del cielo con el rojo de la arena, proporcionando un fondo parduzco y desolador. Una planta rodadora pasó en ese momento por delante del recién llegado. Se detuvo un instante, como un perro olisqueando el aire, y se alejó de inmediato, mecida por un viento inexistente. Algo la hizo alejarse. Quizá la sola presencia del extraño que la miraba con los ojos ausentes.
El hombre comenzó a caminar hacia la carretera. Atravesó la árida superficie y la arena apenas le rozó, no quería tocarle.
Vestía ropa oscura. Todo de color negro. Pantalones, camisa y una desgastada camiseta interior. Zapatos negros y gafas de sol.
Al llegar al arcén, volvió a mirar a ambos lados. Olfateó el aire y se dirigió a la izquierda, en dirección a Carseny. Comenzó a caminar por el centro de la carretera. Un camión que provenía de Daulon, cargado con tierra rojiza de una cantera próxima, tocó su bocina al acercarse. Se vio obligado a echarse a un lado para no atropellar al tipo de la gabardina. Tuvo suerte y la rueda que más se había acercado al borde de la cuneta no lo traspasó. El camión habría volcado a la derecha, y con todo el material que cargaba, la inercia tendría un buen motivo por el que ponerse en marcha. El conductor sujetó el cable de la bocina y lo agitó durante un buen rato, haciéndola sonar lo más violentamente que pudo, hasta que el sonido se extinguió junto con el camión en la distancia.
El caminante no varió para nada la expresión de su cara. Se limitó a avanzar hacia su objetivo, maldiciéndose por haber calculado mal el lugar exacto.
De todas formas esperaría hasta el amanecer. Ese sería el momento más oportuno.

2

Jules Damn apagó el hornillo pequeño de la cocina de gas. Estuvo a punto de derramar una parte de la leche de su desayuno cuando comenzó a hervir. No le gustaba quitar esas manchas. La leche quemada y pegada en los fogones era particularmente difícil de limpiar. A lo peor me estoy volviendo senil, pensó.
Pronto eliminó esa idea de su cabeza. No estaba senil. Ni lo estaría nunca. Moriría con la cabeza bien alta, sin locuras ni paranoias de viejo. Arrugado y calvo sí, pero loco jamás. Aún tenía edad suficiente para armar follón en el pueblo los viernes por la noche y algún que otro sábado, en el bar de Keith. La gente que pasaba por allí solía tener su misma edad, pero eso no importaba. Se sentía joven al lado de los suyos y también al lado de los propios jóvenes. La Cuarta Edad era un nombre apropiado para el tugurio. En la tercera edad están los viejos que balbucean y dejan escapar sonoros bufidos por entre sus dientes. Las dentaduras postizas están de moda. Las arrugas les cierran los ojos por la presión y la vista del mundo se vuelve débil, oscura, neblinosa… y están fatigados. Es como si se hubieran pasado la vida corriendo y ahora les pasaran factura sus piernas, pulmones y corazón. Todo se desmorona, todo se hunde a su alrededor. Caminan cabizbajos. No consiguen ser buenos perdedores. Con su edad y aún no se han dado cuenta…
—Quizá sean cosas que nunca se aprenden —se dijo Jules en voz alta.
Y, sorprendido e irritado al mismo tiempo, cerró la boca y miró en todas direcciones. Estaba solo y nadie le había oído. No estaba senil. Si alguien le hubiera escuchado… Tenía 80 años y la cabeza en su sitio. Podía hablar sólo de vez en cuando. ¿Qué mal había en ello?. No tenía ningún amigo invisible, sólo hablaba consigo mismo. Sólo…
Hizo un movimiento brusco con la cabeza y dio por zanjada la conversación. Dos no hablan si uno no quiere… y Jules había decidido por las dos personas. Su parte derecha de la cabeza y su parte izquierda. Este pensamiento le hizo gracia, le recordó un viejo chiste de su juventud, un hombre le decía a su psiquiatra que tenía doble personalidad y el psiquiatra, sin perder su compostura, le decía al paciente que se sentara, que entre los cuatro lo arreglarían.
Era absurdo, pero a la vez tan real como la vida misma. Crees que tienes un problema y, cuando te das cuenta, todo el mundo a tu alrededor tiene el mismo, además de los suyos propios. Todo el mundo sufre por lo mismo. Aunque cada uno le dé un nombre distinto. Había aprendido eso al avanzar a través de los años. Aunque… qué demonios. Tampoco tenía por qué saber tantas cosas. Era aún muy joven.
Cogió un tazón del estante y vertió en él la leche caliente. En la superficie flotaban pequeños grumos de nata, como si a la leche le hubieran salido diminutas manchas de humedad. No era una visión especialmente apetecible, pero la leche era la leche. Y se la iba a beber se pusiera como se pusiera. Cruzó la cocina y se agachó frente a una pequeña puerta. En la acción le crujieron más huesos de los que tenía en el cuerpo y estuvo a punto de soltar un gemido. Pero no lo hizo. Era un tipo fuerte. Y nadie debía pensar lo contrario. Nadie.
Abrió la puerta y cogió el primer paquete de galletas que tocó. Se lo llevó a la mesa y lo colocó junto a la leche. Sacó una cucharilla del cajón y la metió dentro. Se fijó cómo se hundía y salían burbujas en el descenso. Mientras tanto, sacó la mayor parte de las galletas y las colocó en un montón junto al tazón. Cuando hubo amontonado más de la mitad de las que contenía el paquete, las cogió todas a la vez y las introdujo en la leche. Las apretó con la cuchara y escuchó el sonido que producían al ser estrujadas.
(Era como un cráneo al ser apretado hasta reventar.)
Había un sonido gomoso y húmedo que se mezclaba con un chasquido. Y los dos juntos formaban música a los oídos de Jules. Él era el compositor y el músico. Llevaba la batuta y hacía de público. Era algo maravilloso.
 (no estoy loco)
Las dudas le asaltaban. Y lo hacían desde que él tenía consciencia.
Hacía tanto tiempo de aquello…
(un sonido gomoso, húmedo)
Mezcló las galletas con la leche y lentamente comenzó a tragarse la papilla. Para sus ojos el color blanco de la leche no existía. Había sangre, mucha sangre. Pequeños trocitos de carne flotaban sobre ella. Y él se la estaba comiendo.
(un chasquido)
De repente sintió como si le abofetearan. Abrió los ojos y se dio cuenta de que había estado soñando. En unos segundos había bajado los párpados y con ellos la guardia. La papilla de las galletas con la leche seguía estando allí, pero era blanca. Tan blanca como roja había sido en su imaginación. Con manos temblorosas intentó recoger la cucharilla tirada en
(como un cráneo al ser apretado y reventar contra)
el suelo. Se había caído durante su lapsus mental. Seguro. Limpió la cucharilla y la leche que había a su alrededor. Recompuso sus ideas y comenzó el desayuno, por la ventana se advertía cómo el sol había alcanzado ya una altura respetable. El calor aumentaba por momentos. Los rayos de luz se reflejaban a modo de bruscos fogonazos en la cuchara de Jules.
Miró hacia fuera y vio a un hombre caminando por la Interestatal. Se dirigía a su casa. El chico tenía toda la pinta de haber sufrido un accidente.

 


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